Ayer fue 21 de junio en Colombia. En redes sociales, muchas personas celebraban el solsticio de verano que ocurre en el hemisferio norte. No puedo evitar preguntarme por qué, desde este lado del mundo —el sur global, el trópico andino— nos sumamos con tanta facilidad a celebraciones que no nos nombran. Sí, es algo que está pasando, pero está lejos de nuestro territorio, de nuestra experiencia solar.
Documentándome un poco, comprendí que el solsticio de verano en Colombia será hacia el 21 de diciembre. Aún faltan meses para que nos corresponda vivirlo (claro que, con esto del cambio climático, todo puede pasar). Mientras tanto, yo me siento más conectada con el Inti Raymi, esa celebración ancestral que honra al sol desde nuestra geografía, nuestras montañas y nuestros pueblos.
Me abruma el asalto cultural. Sin darnos cuenta, replicamos como propias tradiciones ajenas. La colonización dejó huellas profundas, y una de las más silenciosas es esa costumbre de nombrarnos con palabras prestadas.
En los espacios institucionales que habito, cuando debo llenar formularios de asistencia, me encuentro con una constante: se reconoce a la comunidad afro en todas sus expresiones, se menciona de forma general a los pueblos indígenas, se remarca al pueblo Rom… y se omite, una vez más, a quienes venimos de la mezcla. Me afecta, sobre todo, cuando veo que mi hija se reconoce como "Ningunx". Esa palabra me duele. No es un punto neutro, es una grieta. ¿Cómo se vive desde un lugar donde no hay pertenencia? ¿Cómo se cultiva la raíz si no se nombra?
No estoy siendo dramática. Estoy siendo consciente. En estos tiempos, habitar mi historia, mi cuerpo y mi territorio es una postura política. A mis 46 años, camino la entrada al otoño de mi vida. Y este otoño no es nostalgia, es cosecha. Es una pausa dorada donde me reconozco como mezcla: herida, canto y raíz. No tengo respuestas inmediatas al desarraigo, pero sí elijo tejer nuevas narrativas que me devuelvan la voz.
Mientras se multiplican las celebraciones de un solsticio que no nos pertenece, yo hago una pausa. Reconozco que en este trópico, nuestras formas de habitar el tiempo y los ciclos no siguen el calendario europeo. Pienso en todas esas prácticas que hemos normalizado: la Navidad con nieve, Halloween con calabazas ajenas, el Blue Monday que nos quiere entristecer en bloque, el Black Friday que nos empuja al consumo. Y me sonrío también, porque hace casi tres años me declaré en otoño… y hoy veo que mi cuerpo y mi alma me confirman que no estaba tan errada.
Con lo poco que sé de mis raíces, sé que soy hija del Tolima, tierra de mi madre y hogar ancestral del pueblo Pijao. Sospecho que de ese mestizaje viene también mi cabello alborotado y libre. Nací en Bogotá, pero hace más de treinta años que habito Usme, territorio ancestral. Esa memoria me abraza, aunque los libros de historia no la reconozcan.
Recuerdo que, en la escuela, los profesores hablaban del “descubrimiento de América” como si fuera una bendición. ¡Qué embuste! No fuimos descubiertos: fuimos usurpados. Y esa herida no se sana con estética, ni con reels de flores blancas, ni con cánticos importados. Antes que buscar mi reflejo en un espejo europeo, prefiero cantar que aquí, en Colombia, también el sol renace.
Nos racializaron para jerarquizarnos. Nos dividieron por tonos de piel como si eso definiera el alma. Nos quitaron nombres, lenguas, raíces. Y al mestizaje —esa mezcla viva, forzada, dolida y fértil— lo dejaron sin nombre, sin casilla, sin legitimidad. No soy ninguna de las opciones del formulario. No soy “Ninguna de las anteriores”. Soy la mezcla que insisten en borrar y que sigue viva.
No me avergüenzo de mi nombre, ni de mi piel, ni de los surcos de mi cabello que revelan mi raíz. Según la Declaración de Jena (2019), no existen razas humanas. Lo que llamamos “raza” fue una invención colonial para justificar jerarquías. Lo que vemos en los cuerpos son adaptaciones geográficas. Y, sin embargo, esa idea ficticia sigue operando en nuestros registros, en nuestras instituciones, en nuestra forma de nombrarnos y de excluirnos.
Hoy el mestizo no es reconocido como grupo étnico, aunque somos mayoría en Colombia. Pero el mestizaje no debería ser sinónimo de olvido. Al contrario: es una oportunidad para hacer memoria con dignidad, para resistir desde lo cultural, para volver al origen desde lo vivido. Lo originario no es solo lo ancestral: también lo es lo que nace de la verdad del cuerpo y de la tierra.
El territorio colombiano nos acoge a todos. Y en este otoño de mi vida, elijo habitar esa identidad como un acto de ternura política. Porque a pesar de todo, seguimos aquí.
Y aquí, también el sol renace.
Ángela Manrique
Mujer mestiza, hija de esta tierra.
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