Con la certeza de que de mí no sabrá nada nunca y, además, jamás me verá o tendrá que auscultarme, porque todos sabemos que se trata de un personaje ficticio, vengo a soltarle mis diatribas de los últimos días. No voy a repetir palabras que ya he dicho múltiples veces; usaré palabras nuevas: el otoño pasado me repitieron un diagnóstico antiguo que tenía descartado: epilepsia focal. Dije que no me iba a repetir, en fin... Según los médicos, está en control. Ando con las neuronas bien sujetas, gracias a que por fin logré la medicación.
Esta semana que termina recibí visita de mi primo, que anda por estos días sin el velo de la medicación. Mi sorpresa fue gratificante; bien lo decía su madre: "¡Ese sí es él!". Me saludó, sonreía, preguntaba. Interactuaba con uno y otro. Se maravillaba con el relato de otro primo sobre sus actividades como trabajador independiente y las repetía orgulloso: "Mi primo está ocupado instalando piscinas". Fue impactante. En otra de sus visitas, meses atrás, permaneció sentado, alelado y silencioso, aguardando a que su madre dijese la frase clave: "Vámonos, hijo". Esa realidad cercana y familiar, la de otra mujer adulta mayor que cuida de su hija "enferma", con la que tuve oportunidad de compartir, y el temor por la mía propia me rompen el alma. Me descomponen así sin más. ¿Cómo es posible que la medicina alardee por tener bajo control un trastorno, cuando el paciente lleva una vida ausente, sometida a un letargo silencioso?
No cura. La medicina no cura. Y la justicia en Colombia es una burla compuesta de torres de papel apolillado en anaqueles: decretos, leyes, resoluciones, acuerdos, circulares. Conceptos técnicos emitidos por "expertos", sentencias, software muy sofisticado que da línea a la formulación médica y a la atención de pacientes. El otro día, cargada con una gran dosis de paciencia, fui a reclamar la medicación para mi madre luego de lograr la mía, por suerte. Mientras aguardaba sentada en el suelo —como sea, siempre que me vea sometida a largas esperas optaré porque mi cabeza esté muy cerca del suelo—, escuché a una señora que, desde su silla de ruedas, con el tanque de oxígeno a su izquierda y más toda la energía que los pulmones le permitían, exigía a gritos: "¡Alguien que me atienda, necesito mi droga, señora administradora!". Y de un sopetón el vigilante en turno nos decía a los presentes: "¡Se cayó el sistema!". ¡Qué lío! Siempre que voy de visita al dispensario, soy espectadora de múltiples historias: un señor que nos invita a un plantón a los que integramos la interminable fila, muchos pacientes convalecientes, otros más, entrados en años, y tras el mostrador, rostros adustos y voces rudas que agilizan la atención con la entrega de un digiturno. A los que tenemos suerte, se nos entrega la medicación, y a la gran mayoría se les desinfla con la noticia de que no hay sistema o con un gran sello en el recetario: PENDIENTE.
Yo le pido a Dios, ese que está lejos de su alcance, que guarde nuestros cerebros, que sea nuestro pronóstico favorable, nuestro médico sanador, que nos aparte de los diagnósticos equivocados y nos libre de todo médico incompetente, que nos salve del negocio del dolor, al tiempo que le agradezco por el baile armónico de mis neuronas y por el momento de lucidez de mi primo, gracias a que no ha logrado recibir ya hace varios meses su medicación. No vale asistir a un plantón para manifestar inconformismo con la atención, no vale que un juez falle a nuestro favor, no vale una acción de desacato. ¿Castigo, multa, sanción? La atención médica oportuna y efectiva no debiera ser forzada con amenazas. Eso no dignifica la vida, eso no anula la enfermedad, eso no concede tranquilidad a las familias penitentes y mucho menos restaura la salud de los pacientes.
Pacientes: somos el que aguarda la eterna espera, el que en silencio recibe un diagnóstico y teme preguntar porque el médico puede enojarse, y él es el experto, así que confía en la humanidad de quien porta una bata que no es capa y que más bien parece corona. "Doctor", arquetipo místico de lo milagroso. Ya me dirá, sin terminar de leer mi misiva: "No hacemos milagros, aprendemos cada vez que una persona muere". Le confieso que decidí dirigir mi carta a usted porque he perdido toda esperanza de recibir una respuesta en Colombia. ¿Quién me la daría? ¿La Corte Suprema de Justicia, el Instituto Nacional de Salud, Medicina Legal, la Defensoría del Pueblo? Entidades del Estado con un nombre grandilocuente que carecen de profundidad.
En el capítulo dos de su temporada uno, usted alardea con una verdad a medias del filósofo Jagger: "No siempre obtienes lo que quieres". Su jefe la completa de forma equivocada: "Pero si te esfuerzas, puedes conseguir lo que necesitas". En su canción, Jagger dice de forma literal: *"Pero si lo intentas, algunas veces, consigues lo que necesitas".* Conflictuo con el "pero" de la frase porque comienza rompiendo de forma certera mi anhelo por una respuesta, y luego me pide que lo intente, dejándome claro que tan solo, algunas veces, lograré lo que necesito. Me dirá usted: "Ya tiene lo que necesita; controlar su enfermedad es urgente y eso lo logra la medicación". Insisto en que no me conformo. Yo quiero lograr lo importante: una cura. Me sentí regañada por usted. Caí en su serie por casualidad mientras hacía zapeo por la oferta de Netflix. Ok. Con eso, creo que puedo cortar mis divagaciones.
Escuché en una meditación budista la parábola de la doble flecha: la primera es el dolor, en mi caso ese diagnóstico inesperado y difuso; la segunda es el sufrimiento, en mi caso la negación. A partir de este momento, paro de sufrir. Intentaré lograr un diagnóstico detallado de mi enfermedad al tiempo que continúo sorteando las falencias del sistema de salud.
Ángela, cronista de la espera.
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